Bueno!! Aqui esta el primer cap!! Espero les guste!! Besoss y gracias a mi amiga genia de @siempreconlyp que ademas hizo la adaptacion de una nove buenisima! :D
Capítulo
uno
—La muerte llega, como
debe ser, a todos los hombres y trae consigo la separación inevitable de los
seres queridos, — entonó el Reverendo en su solemne tono lacónico—. Acabamos
de perder a Henry Espósito, amado esposo, padre y destacado miembro de nuestra
comunidad—. El reverendo hizo una pausa y recorrió con la mirada al numeroso
grupo reunido para el último adios—. Henry estaría complacido de ver tantos
amigos hoy aquí.
Henry
Espósito habría
echado una mirada a la línea de coches aparcados más arriba de la entrada del
Cementerio y habría considerado la respetable concurrencia como algo
que se merecía. Hasta que lo habían derrotado en las elecciones del año
anterior en favor de ese vil demócrata George Tanasee, había sido alcalde de
Truly, Idaho, durante más de veinticuatro años.
Henry fue un hombre
eminente en la pequeña comunidad. Poseía la mitad de los negocios y tenía más
dinero él solo que el resto del pueblo junto. Poco después de que su primera
esposa se divorciara de él hacía veintiséis años, había salido de juerga y la
había reemplazado por la mujer más bonita que pudo encontrar. Poseía el más
fino par de Weimaraners del
estado, Duke y Dolores, y hasta hacía poco, había vivido en la casa más grande del
pueblo. Pero eso había sido antes de que esos chicos de los Lanzani hubieran
empezado a construir por todo el maldito lugar. También tenía una hijastra,
pero no había hablado con ella durante años.
Henry amó su posición
en la comunidad. Fue cálido y generoso con la gente que estaba de acuerdo con
sus opiniones, pero si no eras amigo de Henry, entonces eras su enemigo. Los
que se habían atrevido a desafiarle normalmente acabaron lamentándolo. Había
sido un pomposo abusivo, y cuando encontraron sus restos calcinados
en el cobertizo donde acabó su vida, algunos miembros de la comunidad opinaron
que Henry
Espósito había tenido exactamente lo que se merecía.
—A la tierra firme
damos el cuerpo de nuestro amado hermano. La vida de Henry…
Mariana Espósito, la
hijastra de Henry, mientras oía el tono blando en la voz del Reverendo Tippet
miró de reojo a su madre. Los colores oscuros del luto le sentaban bien a Gwen
Espósito, pero Mariana o Lali como solian llamarla quienes la conocian no estaba sorprendida. A su madre todo le sentaba bien.
Siempre había sido así. Lali volvió a mirar los ramos de rosas amarillas que
cubrían el ataúd de Henry. Los rayos brillantes del sol de junio encendían
chispas en la caoba pulida y el brillante latón. Metió la mano dentro del
bolsillo del traje verde que había pedido prestado a su madre y cogió sus gafas
de sol. Deslizando la montura de carey sobre su cara, se ocultó de los
hirientes rayos de sol y de las miradas curiosas de la gente a su alrededor.
Enderezó los hombros y respiró profundamente varias veces. No había vuelto a
casa durante diez años. Siempre había tenido intención de regresar y hacer las
paces con Henry. Ahora era demasiado tarde.
Una brisa ligera movió
sus rizos dorados veteados de rojo rozando su cara, se colocó el pelo por
detrás de la oreja. Debería haberlo intentado. No debería haber estado alejada
tanto tiempo. No debería haber permitido que pasaran tantos años, pero nunca
había pensado que se moriría. No Henry. La última vez que se habían visto, se
habían dicho cosas horribles el uno al otro. Su cólera había sido tan feroz,
que todavía la podía recordar claramente.
Un sonido como la
cólera de Dios sonó en la distancia, y Lali subió la mirada al cielo, medio
esperando ver truenos y relámpagos, como si la llegada de un hombre como Henry
hubiera creado turbulencias en el paraíso. El cielo azul permanecía claro, pero
el estruendo continuaba, llamando la atención hacia las puertas de hierro del
cementerio.
Montado a horcajadas
sobre la laca negra y el brillante cromo, con el pelo despeinado por el viento, un solitario motorista llamaba la atención de
la multitud congregada para ofrecer su adiós. El monstruoso motor hacía vibrar
la tierra y sacudía el aire, ahogando el acto con el sonido que salía por los
enormes tubos de escape. Con unos pantalones vaqueros y una suave
camiseta blanca, el motorista desaceleró y paró la ensordecedora Harley delante
del coche fúnebre gris. El motor se detuvo, y el talón de su zapato raspó el
asfalto mientras colocaba la moto sobre el soporte. Luego con un movimiento
fluido, se levantó. La barba de varios días hacía oscuras las mejillas y la
mandíbula, desviando la atención a la boca firme, mientras unas Oakley plateadas ocultaban sus ojos.
Había algo vagamente
familiar en el motorista. Algo en su suave piel y en su pelo castaño, pero Lali no lo lograba situar.
—Oh, Dios mío, — a su
lado, su madre se quedó sin aliento—. No me puedo creer que se atreva a
presentarse vestido así.
Su falta de fe fue
compartida por otras personas, lo suficientemente maleducadas para cuchichear
en voz alta.
—Él es un problema.
—Siempre ha sido malo
hasta los huesos.
Los Levi’s acariciaban
sus muslos firmes, ahuecándose en su entrepierna, cubriendo sus largas piernas con el suave
tejido. La cálida brisa aplastó su camiseta contra su ancho y musculoso pecho. Lali levantó su mirada a su cara otra vez. Lentamente él se quitó las gafas
de sol del puente de la nariz recta y las metió en el bolsillo de la camiseta.
Sus ojos verdes miraron directamente hacia ella.
El corazón de Lali se detuvo y sus huesos se derritieron. Reconoció esos ojos que la habían hecho
arder. Eran exactamente iguales a los de su padre irlandés pero mucho más
sorprendentes porque estaban alojados en una cara producto de su herencia
materna.
Peter Lanzani, la
fuente de sus fascinaciones de juventud y el origen de sus desilusiones. Peter,
la serpiente de labia hábil y zalamera. Apoyó su peso en un pie como si no
advirtiera la agitación que había causado. Lo más seguro era que la advirtiera
y simplemente no le importara. Lali llevaba fuera diez años, pero algunas
cosas obviamente no habían cambiado. Peter estaba más musculoso y sus rasgos
habían madurado, pero seguía teniendo una presencia imponente.
El reverendo Tippet
inclinó la cabeza.
—Recemos por Henry
Espósito, — comenzó. Peter inclinó la barbilla y cerró los ojos. Incluso cuando
era un niño, Peter había atraído más que un poco de atención. Su hermano mayor, Pepo, también había sido salvaje, pero Pepo nunca había sido tan salvaje como Peter. Todo el mundo conocía a los hermanos Lanzani como los locos e
impulsivos vascos, de manos largas y tan brutos como los reclusos.
Cada chica del pueblo
había sido advertida de que se alejara de los hermanos, pero igual que las
polillas eran atraídas por la luz, muchas habían sucumbido a la llamada salvaje
y se habían lanzado sobre “Esos chicos
vascos”. Peter había ganado la reputación despojando a inocentes vírgenes de
su ropa interior. Pero no había seducido a Lali. En contra de la creencia
popular, ella no se había sacado las botas con Peter Lanzani. No le había
quitado “su” virginidad.
Al menos no técnicamente.
—Amén, — los asistentes
lo recitaron como si fueran uno.
—Sí. Amén, —pronunció Lali, sintiéndose un poco culpable por sus irreverentes pensamientos durante
una oración al Señor. Ella miró por encima de sus gafas de sol, y sus ojos se
entrecerraron. Observó el movimiento de los labios de Peter mientras hacía una
rápida señal de la cruz. Era católico por supuesto, como las otras familias
vascas del área. No obstante, parecía un sacrilegio ver como un motorista
abiertamente sexual hacía la señal de la
cruz como si fuera un sacerdote. Entonces como si tuviera todo el día, él alzó
la mirada lentamente del traje de Lali a su cara. Por un instante, algo
centelleó en sus ojos, pero tan rápidamente como apareció se fue, y su atención
fue atraída por la mujer rubia con un vestido rosa y ajustado que tenía al
lado. Ella se puso de puntillas y murmuró algo en su oído.
Los asistentes se
agruparon alrededor de Lali y su madre, deteniéndose para ofrecer sus
condolencias antes de irse hacia sus coches. Perdió de vista a Peter y centró su
atención en la gente que desfilaba por delante de ella. Reconoció a la mayor
parte de las amistades de Henry, que se pararon para hablarle, pero vio muy
pocos rostros por debajo de la cincuentena. Sonrió e inclinó la cabeza
estrechando manos, odiando cada minuto de su escrutinio. Quería estar sola.
Quería estar a solas para poder pensar en Henry y en los buenos tiempos. Quería
recordar al Henry de antes de la discusión en la que se habían insultado
terriblemente. Pero sabía que no tendría oportunidad hasta mucho más tarde.
Estaba emocionalmente exhausta, y cuando su madre y ella lograron llegar a la
limusina que las llevaría de regreso a casa, no quería hacer nada más que
dormir.
El trueno de la Harley
de Peter atrajo su atención y lo miró por encima del hombro. Él aceleró al
máximo el motor dos veces, luego quitó el apoyo y arrancó la gran moto. Las
cejas de Lali descendieron mientras lo veía pasar por delante, sus ojos
centraron su atención en la rubia que se apretaba contra su espalda como una
lapa humana. Él había ligado con una mujer en el entierro de Henry, se la
llevaba como si la hubiera pescado en un bar. Lali no la reconoció, pero no
estaba realmente sorprendida de ver una mujer dejando el entierro con Peter.
Nada era sagrado para él. No tenía límites.
Se subió a la limusina
y se hundió en los lujosos asientos de terciopelo. Henry había muerto, pero
nada más se había alterado.
—Fue un oficio
realmente bonito, ¿no crees?
La pregunta de Gwen,
interrumpió los pensamientos de Lali mientras el coche se alejaba del
cementerio y se dirigía hacia la autopista 55.
Delaney posó su mirada
en los destellos azules del Lago Mary apenas visible entre el denso bosque de
pinos.
—Sí, —contestó, fijando
su atención en su madre—. Fue estupendo.
—Henry te quería. Pero
no sabía como demostrarlo.
Habían tenido esa misma
conversación muchas veces, y Lali siempre tenía la impresión de que no
hablaban de él. La conversación siempre empezaba y acababa igual, pero nunca
resolvía nada.
—¿Cuántas personas
crees que vendrán?— preguntó, refiriéndose al buffet posterior al funeral.
—Casi todo el mundo,
supongo—. Gwen acortó la distancia que las separaba y colocó el pelo de Lali detrás de su oreja.
Lali medio esperó
que su madre se mojara los dedos y colocara un rizo sobre su frente como había
hecho cuando ella era niña. Lo odiaba entonces, y lo odiaba ahora. Era una
fijación, como si no fuera lo suficientemente buena tal y como era. La continua
y constante queja, como si así la pudiera convertir en algo que no era.
No. Nada había
cambiado.
—Estoy tan contenta de
que estés en casa, Lali.
Lali se sintió
sofocada y se apresuró a abrir la ventanilla eléctrica. Aspiró el aire fresco
de la montaña y lo expulsó lentamente. Dos días, se dijo a sí misma. Se iría a
casa en dos días.
La semana pasada, había
recibido la notificación de que la mencionaban en el testamento de Henry.
Después de la forma en que habían terminado, no suponía que la hubiera
incluido. Se preguntó si habría incluido también a Peter, o si ignoraría a su
hijo, incluso después de su muerte.
En seguida se preguntó
si Henry le habría dejado dinero o propiedades. Muy probablemente le hubiera
dejado algo para hacer la gracia, como un viejo barco pesquero oxidado o un
chaquetón usado. Fuera lo que fuera no tenía importancia, se iba exactamente
después de que leyeran el testamento. Ahora todo lo que tenía que hacer era
reunir el coraje para decírselo a su madre. Tal vez era mejor que la llamara desde
un teléfono público de las afueras de Salt Lake City. Hasta entonces, tenía
intención de buscar algunas de sus antiguas amigas, dejarse caer en algunos de
los bares locales, y esperaba poder soportarlo hasta que se pudiera ir a casa,
a una gran ciudad donde sí podía respirar. Sabía que si se quedaba más de unos
días, perdería la cabeza, o incluso peor, se perdería a sí misma.
—Pero bueno, mira quien
ha vuelto.
Lali colocó una
bandeja de champiñones rellenos en la mesa del buffet y luego miró los ojos de
su enemiga de infancia, Helen Schnupp. Mientras crecía, Helen había sido como una
espina clavada en Lali, una piedra en su zapato y un dolor colosal en el trasero. Cada vez que Lali se había dado la vuelta, Helen había estado allí,
normalmente un paso por delante. Helen había sido más bonita, más rápida en la
pista y mejor en baloncesto. En segundo grado Helen le había quitado el primer
lugar en el concurso de ortografía del condado. En octavo Helen había ganado
las elecciones de delegada de curso, y en décimo primer grado la habían pillado
en el cine al aire libre con el novio de Lali, Tommy Markham, cabalgando
sobre su “salchicha” en la parte trasera de la camioneta de la familia Markham.
Una chica no olvidaba una cosa como esa, pero Lali tuvo el silencioso placer
de ver la caída de Helen y ver la luz al final del tunel.
—Helen Schnupp, —dijo,
odiando admitir para sí misma que quitando el desastroso peinado, su vieja
enemiga era todavía muy bonita.
—Es Markham ahora—. Helen
cogió un croissant y lo rellenó con lonchas de jamón—. Tommy y yo llevamos
siete años felizmente casados.
Lali forzó una
sonrisa.
—¿No es maravilloso?—
también se dijo a sí misma que los dos le importaban un bledo, pero siempre
había disfrutado de la fantasía de un final estilo Bonnie & Clyde para
Helen y Tommy. El hecho que ella todavía albergara tal animosidad no la molestó
tanto como debería. Tal vez fuera el momento de comenzar esa psicoterapia que
había estado postergando.
—¿Estás casada?
—No.
Helen le echó una mirada
llena de piedad.
—Tu madre me dijo que
vives en Scottsdale.
Delaney contuvo el
deseo de aplastar el cruasán de Helen en su nariz.
—Vivo en Phoenix.
—¿Oh?— Helen cogió unos
champiñones y los puso en su plato—. No debí entenderla bien.
Delaney dudaba que
hubiera nada mal en el oído de Helen. Su pelo era otra cosa, sin embargo, si Lali no tuviera la intención de irse a los pocos días, y si fuera una buena
persona, se hubiera podido ofrecer a reparar una parte del desaguisado. Podría
haber echado una mascarilla de proteínas en el pelo indomable de Helen y podría
haber envuelto su cabeza en celofán. Pero no era una buena persona.
Su mirada escudriñó el
comedor lleno de gente hasta que localizó a su madre. Rodeada de sus amistades,
cada cabello rubio en perfecto orden, con el maquillaje impecable, Gwen Espósito era igual que una reina recibiendo a sus súbditos. Gwen siempre había sido la
Grace Kelly de Truly, Idaho. Ella incluso se parecía un poco a Gwen. A los
cuarenta y cuatro años, aparentaba treinta y nueve y, como ella decía, era
demasiado joven para tener una hija de veintinueve años.
En cualquier otro
sitio, una diferencia de edad de quince años entre madre e hija podía haber
hecho arquear algunas cejas, pero en un pequeño pueblo de Idaho, no era raro
que algunos “dulces corazones” se casaran al día siguiente de la graduación,
algunas veces porque la novia estaba a punto de ponerse de parto. Pero nadie
pensaba mal de un embarazo en una menor de edad, a menos que por supuesto la
adolescente no estuviese casada. Eso sí era algo tan escandaloso como para alimentar los chismes
durante años.
Todos los habitantes de
Truly creían que la joven esposa del alcalde había quedado viuda poco después
de que se hubiera casado con el padre biológico de Lali, pero era mentira. A
los quince años, Gwen había estado liada con un hombre casado, y cuando él se
enteró de que estaba embarazada, se deshizo de ella que abandonó su pueblo.
—Veo que regresaste.
Creía que habías muerto.
Ese comentario atrajo
la atención de Lali, la vieja señora Van Damme encorvada sobre un bastón de
aluminio se inclinaba hacia un huevo picante, su aplastado pelo blanco estaba
exactamente igual que como lo recordaba Lali. No podía acordarse del nombre
de pila de la mujer. Ni siquiera sabía si alguien lo había usado alguna vez.
Todo el mundo se había referido a ella como la vieja señora Van Damme. La mujer
era realmente vieja ahora, con la espalda encorvada por la edad y la
osteoporosis, parecía un fósil humano.
—¿Le puedo traer algo
de comer?— se ofreció Lali, intentando recordar si la había visto alguna vez
con un vaso de leche, o como mínimo con Tums enriquecido en calcio.
La señora Van Damme
peló un huevo, luego le dio a Lali su plato—. Algo de esto y eso, —dirigió,
apuntando varios platos diferentes.
—¿Le gusta la ensalada?
—Me da gases, — murmuró
la Sra. Van Damme, luego señaló un tazón de ambrosía—. Eso me parece bien y un
ala de pollo también. Me dan ardores, pero traje mi Pepto.
Para ser tan pequeña y
endeble, la vieja Sra. Van Damme comia como un leñador.
—¿Está emparentada con
Jean Claude?— bromeó Lali, tratando de aligerar un poco la sombría ocasión.
—¿Con quién?
—Jean Claude Van Damme,
el actor de artes marciales.
—No, no sé quien es
Jean Claude, pero tal vez lo esté con la familia de Emmett. Los Emmett Van
Dammes siempre tienen problemas, siempre arman jaleo sobre una cosa u otra. El
último año, a Teddy, su segundo nieto,
lo arrestaron por robar en Smokey un gran oso que había delante del
Centro de Visitantes ¿Para que lo querría de todas formas?
—Puede que porque su
nombre era Teddy.
—¿Cómo?
Lali frunció el ceño.
—No importa—. Ni
siquiera debía haberlo intentado. Había olvidado que su sentido del humor no
era apreciado en los pequeños pueblos “sureños” dónde los hombres usaban los
bolsillos de sus camisas como ceniceros. Sentó a la Sra. Van Damme en una mesa
cerca del buffet y luego se dirigió a la barra.
A menudo había pensado
que las reuniones después de los funerales para comer como cerdos y
emborracharse eran un poco extrañas, pero suponía que eran para acompañar y
consolar a la familia. Lali no se sentía confortada en lo más mínimo. Se
sentía como en un escaparate, pero siempre había sentido eso en Truly. Había
crecido como la hija del alcalde y de su muy bella esposa. Lali siempre se
había sentido fuera de lugar en cierta forma. Nunca había sido extrovertida o
bulliciosa como Henry y nunca había sido bella como Gwen.
Entró en la sala donde
los colegas de Henry del Moose Lodge estaban ocupando la barra y degustando
Johnnie Walker. Le prestaron poca atención mientras se servía un vaso de vino y
se quitaba los zapatos de tacón bajo que su madre había insistido en prestarle.
Si bien Lali asumía
que algunas veces era un poco compulsiva, sabía que sólo tenía una adicción.
Era adicta a los zapatos. Aunque pensaba que Imelda Marcos había obrado mal. Lali amaba los zapatos. Todos los zapatos. Exceptuando algunos deportivos
con talones espantosos. Eran demasiado aburridos. Su gusto se inclinaba por
tacones de aguja, botas divertidas, o sandalias tipo Hercules. Sus
ropas no eran exactamente convencionales, dicho sea de paso. Durante los
últimos los años había trabajado en Valentina, una peluquería de moda donde los
clientes pagaban cien dólares por cortarse el pelo y querían ver a su estilista
con ropas a la última. Con su dinero, los clientes de Lali pagaban por ver
minifaldas eléctricas de plástico, pantalones de cuero o blusas transparentes
con sujetadores negros. No era la ropa más indicada para ser llevada a un funeral
por la hijastra del hombre que había regido el pequeño pueblo durante largos
años.
Lali estaba a punto
de volver al salón cuando una conversación la detuvo.
—Don dice que parecía
un trozo de carbón vegetal cuando lo sacaron.
—Una manera horrible de
morir.
Los hombres asintieron
con las cabezas colectivamente y dieron un sorbo a su bebida. Lali sabía que
el incendio fue en un cobertizo que Henry había construido en el pueblo. Según
Gwen, él tenía un reciente interés por la cría de Appaloosas, pero no quería oler el estiércol
cerca de su casa.
—Henry amaba esos
caballos, — dijo Moose con un traje de vaquero arreglado—. Oí que una chispa
hizo arder también el granero. Allí ya no queda mucho de esos Appaloosas, sólo
algunos huesos de fémur y una pezuña o dos.
—¿Crees que fue un
incendio premeditado?
Lali puso los ojos
en blanco. Incendio premeditado. Como cualquier pueblo al que aún no
había llegado la televisión por cable, Truly amaba más que nada escuchar
chismes y propagar intrigas. Vivian para eso. Era como si fuera una comida más.
—Los investigadores de
Boise creen que no, pero no se ha descartado.
Hubo una pausa en la
conversación antes de que alguien dijese,
— Dudo que el fuego
fuera intencionado. ¿Quién le haría eso a Henry?
—Tal vez Lanzani.
—¿Peter?
—Él odiaba a Henry.
—Y mucha más gente, si
te digo la verdad. Pero quemar a un hombre y a sus caballos es mucho odio de
nuestro Señor. No sé si Lanzani odiaba tanto a Henry.
—Henry estaba muy
pendiente de esos condominios que Peter está construyendo en Crescent Bay, y los
dos casi se dieron de hostias por ellos en el Chevron hace uno o dos meses. No
sé cómo consiguió que Henry soltara ese trozo de terreno, pero lo hizo. Después
fue y construyó condominios por todo el maldito lugar.
Otra vez movieron sus
cabezas y vaciaron sus vasos. Lali había pasado un montón de horas
descansando sobre las blancas arenas y nadando sobre las aguas azules de
Crescent Bay. Codiciada por casi todo el pueblo, Bay era un trozo de terreno en
mitad de una playa virgen. La propiedad había estado en la familia de Henry
durante generaciones y Lali se preguntó cómo Peter había puesto sus manos
sobre ella.
—Por último oí que esos
condominios van a hacer que Lanzani gane una fortuna.
—Sí. Son muy codiciados
por los californianos. Por lo que sé, seremos invadidos por “progres”,
“fumados” y “afeminados”.
—O peor todavía, por
actores.
—No hay nada peor que a
un tío como Bruce Willis se le ocurra mudarse y tratar de cambiarlo todo. Él es
lo peor que le podría haber ocurrido a Hailey. Caramba, subirá aquí, reformará
algunos edificios, luego creerá que le puede decir a todo el mundo de éste
maldito estado a quien votar.
Los hombres asintieron
con una inclinación de cabeza simultánea y una sonrisa desganada. Cuando la conversación
pasó a ser sobre estrellas de cine y películas de acción, Lali salió
discretamente de la habitación. Se movió a lo largo del vestíbulo hasta el
estudio de Henry y cerró las puertas correderas detrás de ella. En la pared
detrás del escritorio macizo de caoba, la cara de Henry la miraba fijamente. Lali recordaba cuando le habían pintado ese retrato. Ella tenía trece años,
fue la época en la que intentó tener un poco de independencia. Primero quiso
agujerearse las orejas. Henry dijo que no. No fue ni la primera ni la última
vez que ejerció su control sobre ella. Henry siempre quería tener el control.
Lali se sentó en la
enorme silla de cuero y se sorprendió de ver una foto suya sobre el escritorio.
Recordó el día que Henry le había sacado esa foto. Fue el día en el que su vida
entera dio un giro de trescientos sesenta grados. Tenía siete años y su madre
se acababa de casar con Henry. Fue el día que salió de una caravana de las
afueras de Las Vegas y, después de un rápido vuelo, entró en una casa
victoriana de Truly.
La primera vez que vio
la casa, con sus torres gemelas y su tejado de tejas, pensó que era un palacio,
lo cual quería decir que obviamente Henry era un rey. El bosque rodeaba la
mansión por tres de sus lados, que se interrumpía delante del edificio para
mostrar un bello jardín, al tiempo que la parte trasera se inclinaba suavemente
hacia las aguas del Lago Mary.
En unas horas, Lali salió de la pobreza y aterrizó en uno de los cuentos de sus libros. Su madre
era feliz y Lali se sentía como una princesa. Y ese día, dentro de un
vestido blanco lleno de lazos que su madre la había obligado a ponerse, se
había enamorado de Henry Shaw. Era más viejo que los otros hombres de la vida
de su madre y también más agradable. Él no gritaba a Lali y no hacía llorar
a su madre. La hacía sentir a salvo y segura, algo que no había sentido con
frecuencia en su joven vida. La adoptó y fue el único padre que conoció. Aunque
sólo fuera por eso, quería a Henry y siempre lo haría.
Fue también la primera
vez que había puesto los ojos en Peter Lanzani. Él había salido de pronto de
los arbustos del patio de Henry, proclamando su odio en sus ojos verdes, con
las mejillas rojas por la cólera. La había asustado, pero al mismo tiempo se
había sentido fascinada. Peter había sido un niño hermoso, de pelo castaño, suave
piel con su lunar cautivador y ojos hipnotizantes.
Se plantó sobre el
césped, con los brazos a los costados, rígidos por la furia y el desafío. Toda
esa rebelde sangre vasca e irlandesa ardiendo dentro de sus venas. Él los había
mirado a los dos, luego se había dirigido a Henry. Años más tarde Lali no
podía recordar las palabras exactas, pero nunca olvidaría el sentimiento de
enojo que transmitían.
—Asegúrate de que te
alejas de él, —había dicho Henry cuando lo vieron volverse y desaparecer de su
vista con la barbilla alta y dándoles la espalda.
No sería la última vez
que le advertía que se mantuviera lejos de Peter, pero años más tarde, fue una
advertencia que deseó haber escuchado.
Peter metió las piernas
en sus Levi's, luego se abrochó el botón. Miró por encima del hombro a la mujer
enredada en las sábanas del motel. Su cabello rubio estaba extendido alrededor
de la cabeza. Sus ojos estaban cerrados, su respiración era lenta y fácil. Gail
Oliver era hija de un juez y la madre recientemente divorciada de un niño
pequeño. Para celebrar el fin de su matrimonio, se había hecho la liposucción y
se había puesto pechos de silicona. En el entierro de Henry se había acercado a
él con audacia y le había anunciado que quería que fuera el primero en ver su
nuevo cuerpo. Él había leído en sus ojos que ella pensaba que debería sentirse
halagado. Pero no lo estaba. Sólo había querido una distracción y ella se la
había ofrecido. Ella se había sentido ofendida cuando había detenido la Harley
delante del Starlight Motel, pero no le había pedido que la llevara a casa.
Peter se apartó de la
mujer de la cama y se movió sobre la alfombra verde hasta una puerta corredera
de cristal que daba a una pequeña terraza encima de la Autopista 55. No
planeaba asistir al entierro del viejo. Ni siquiera sabía exactamente cómo
había llegado allí. Un minuto antes había estado de pie sobre Beach Crescent
discutiendo algunos aspectos de la obra con un subcontratista, y lo siguiente
que supo era que estaba en la Harley dirigiéndose al cementerio. No había
tenido intención de ir. Sabía que era una “persona non grata” pero de
todos modos había ido. Por alguna razón que no quería analizar detenidamente,
había tenido que despedirse.
Se movió a una esquina
de la terraza, sobre el ligero pavimento de tablas de madera, y rápidamente fue
engullido por la oscuridad. El reverendo Tippet apenas había pronunciado la
palabra “amen” cuando Gail, dentro de ese pequeño vestido transparente con
estrechos tirantes, le había hecho la proposición a Nick.
—Mi cuerpo es mejor a
los treinta y tres que a los dieciséis, —había murmurado en su oído. Nick no
podía recordar con claridad como era ella a los dieciséis, pero recordaba que
le gustaba el sexo. Ella había sido una de esas chicas que les gustaba tener
sexo pero que luego actuaban como vírgenes. Solía salir a hurtadillas de su
casa y llamar suavemente a la puerta trasera de la Tienda de Lomax donde él
trabajaba después de cerrar barriendo el piso. Si estaba de humor, la dejaba
entrar y se la tiraba contra una caja o contra el mostrador. Luego ella se
comportaba como si fuera la que le estuviera haciendo el favor. Cuando ambos
sabían que era al revés.
El aire fresco de la
noche movió el pelo sobre sus hombros y rozó su piel desnuda. Él apenas
advirtió el escalofrío. Lali estaba de vuelta. Cuando supo lo de Henry, se
figuró que volvería para su entierro. Incluso viéndola desde el otro lado del
ataúd del viejo, con sus bucles castaños, había sido un
shock. Después de diez años ella todavía le parecía una muñeca de porcelana,
suave como la seda y delicada. Verla le hizo recordar, se acordó de la primera
vez que puso los ojos en ella. Su pelo había sido corto y lacio en ese momento y tenía
siete años.
Ese día, dos décadas
atrás, él estaba en la cola del Taste Freeze cuando se enteró de lo de la nueva
esposa de Henry Shaw. No se lo podía creer. Henry había vuelto a casarse, y
desde luego todo lo que Henry hacía, interesaba a Peter, él y su hermano mayor Pepo habían montado sobre sus viejas bicicletas y habían pasado delante de
todas las casas de alrededor del lago hasta la enorme casa victoriana de Henry.
Igual que las ruedas de su bicicleta, también la cabeza de Peter daba vueltas.
Sabía que Henry nunca se casaría con su madre. Se odiaban mutuamente desde que Peter podía recordar. Ni siquiera se hablaban. Pero Henry también ignoraba a Peter, y quizá eso cambiaría ahora. Tal vez a la nueva esposa de Henry le
gustasen los niños. Tal vez a ella le gustase él.
Peter y Pepo escondieron
sus bicicletas detrás de los pinos y se arrastraron sobre sus barrigas por el
borde del bien recortado césped. Era un lugar que conocían al dedillo. Pepo tenía doce años, era dos años mayor que Peter, pero Peter era mejor vigilante que
su hermano. Tal vez fuera porque tenía más paciencia, o porque su interés por
Henry
Espósito era más personal que el de su hermano. Los dos niños se pusieron
cómodos y se dispusieron a esperar.
—Él ni siquiera salió,
—se quejó Pepo al cabo de una hora de vigilancia—. Llevámos aquí mucho tiempo,
y no salió.
—Lo hará tarde o
temprano—. Peter miró a su hermano, luego devolvió su atención al frente de la
gran casa gris—. Lo hará.
—Vayamos a pescar algo
al estanque del Sr. Bender.
Cada verano Clark
Bender llenaba el estanque en su patio trasero de truchas moteadas. Y cada
verano los niños Lanzani le birlaban varias bellezas de medio metro—. Mami
se enfurecerá, —recordó Peter a su hermano, la experiencia de la semana anterior
con una cuchara de madera golpeando las palmas de sus manos todavía estaba
fresca en su memoria. Normalmente Benita Lanzani defendía a sus hijos con
ferocidad ciega. Pero ni siquiera ella podía negar al Sr. Bender la acusación
cuando los dos chicos habían sido escoltados a casa oliendo a vísceras de pez y
con varias truchas colgando de sus cañas.
—No se enterará porqué
Bender está fuera del pueblo.
Peter miró a Pepo otra
vez, y pensando en todas esas truchas hambrientas sintió una picazón en sus
manos anhelando su caña de pescar.
—¿Estás seguro?
—Sí.
Pensó en el estanque y
en todos esos peces que sólo esperaban un Pautzke y un
anzuelo afilado. Luego negó con la cabeza y apretó los dientes. Si Henry se
había casado otra vez, entonces Peter iba a estar allí para ver a su esposa.
—Estás loco, —dijo Pepo con disgusto y gateó hacia atrás, por el césped.
—¿Te vas de pesca?
—No, me voy a casa,
pero primero vaciaré el “lagarto”.
Peter sonrió. Le gustaba
cuando su hermano mayor decía cosas atrevidas como esa.
—No le digas a mamá
donde estoy.
Pepo abrió la
cremallera de sus pantalones y suspiró mientras se aliviaba.
—No se lo diré, pero se
lo imaginará ella sola.
—No lo hará—. Cuando
su hermano montó de un salto sobre su bicicleta y rodeó la casa, Peter volvió a mirar
la fachada de la mansión. Sostuvo su barbilla con la mano y observó la puerta
principal. Mientras esperaba, pensó en su hermano y en lo afortunado que era de tener un hermano que
iba a séptimo grado. Le podía contar cualquier cosa y el nunca se reía. El ya había visto la película de la pubertad en la escuela, así que Peter le
podía interrogar sobre las preguntas importantes, como cuando le iba a salir
pelo en las pelotas, cosas de chicos que uno no le podía preguntar a una madre
católica.
Una hormiga avanzó por
el brazo de Peter y estaba a punto de aplastarla entre sus dedos cuando la
puerta principal se abrió y se quedó helado. Henry salió de la casa y se paró
en la terraza para mirar sobre su hombro. Hizo una seña con la mano y al poco
tiempo salió una niña por la puerta. Ella puso su mano en la de Henry y los dos
caminaron por el porche y bajaron las escaleras. Llevaba un vestido blanco
lleno de lazos con calcetines de encaje parecidos a los que las chicas llevaban
puestos en su Primera Comunión, pero ni siquiera era domingo. Henry señaló en
la dirección de Peter, y Peter aguantó la respiración, temiendo que le hubieran
visto.
—Por aquí detrás, —dijo
Henry a la niñita mientras caminaba a través del césped hacia el escondite de Peter—. Hay un gran árbol donde he pensado que se podría hacer una casa.
La niñita miró al
hombre de imponente altura a su lado e inclinó la cabeza. Sus cabello callo en cascada hacia atras. La piel de la chica era bastante más pálida que la de Peter, y sus grandes ojos eran castaños. Peter pensó que parecía una de esas
pequeñas muñecas que su tía Narcisa guardaba en una vitrina de cristal, lejos
de las sucias manos de niños patosos. A Peter nunca le habían permitido
tocarlas, aunque tampoco había querido hacerlo.
—¿Te Gusta Winnie The
Pooh?— preguntó ella.
—¿Te gusta a ti?
—Sí, Henry.
Henry se apoyó en una
rodilla y miró los ojos de la chica.
—Ahora soy tu padre. Me
puedes llamar papá.
El pecho de Peter se
hundió y su corazón golpeó tan fuerte que no podía respirar. Había esperado
toda su vida escuchar esas palabras, pero Henry se las había dicho a una
estúpida niña de cara pálida a la que le gustaba Winnie The Pooh. Debió hacer
algún ruido porque Henry y la chica miraron hacia su escondite.
—¿Quién está ahí?—
preguntó Henry levantándose.
Lentamente, con la
aprensión estrujando su estómago, Peter se puso de pie y se enfrentó al hombre
que su madre siempre había dicho que era su padre. Enderezó los hombros y miró
fijamente los ojos verdes de Henry. Quería correr, pero no se movió.
—¿Qué haces ahí?—
preguntó Henry otra vez.
Peter levantó la
barbilla pero no le contestó.
—¿Quién es, Henry?—
preguntó la niña.
—Nadie — contestó y se
giró hacia Peter—. Vete a casa. Ahora mismo, y no vuelvas nunca.
Allí parado resistiendo
la presión de su pecho, con las rodillas temblando y con el estómago revuelto, Peter Lanzani sintió que sus esperanzas morían. Odió a Henry
Espósito.
—Eres un hijo de puta
chupa-lagartos, —dijo, luego bajo la mirada a la niña de piel de porcelana. También
la odió. Con su odio ardiendo en los ojos e inflamado por la cólera, giró y
salió de su escondite. Nunca regresó. Nunca volvió a esperar en las sombras. A
esperar cosas que nunca tendría.
El ruido de pasos hizo
regresar los pensamientos de Peter del pasado, pero no se dio la vuelta.
—¿Qué piensas?— Gail se
movió detrás de él y envolvió sus brazos alrededor de su cintura. La delgada
tela de su vestido era lo único que separaba sus pechos desnudos de su espalda.
—¿Sobre qué?
—Sobre mi nuevo y
mejorado cuerpo.
Él se giró y la miró.
Ella estaba inmersa en la oscuridad y no la podía ver demasiado bien.
—Está bien —contestó.
—¿Bien? ¿Me he gastado
miles de dólares en las tetas, y eso es lo único que dices? ¿Qué está bien?
—¿Qué quieres que te
diga?, ¿que hubieras sido más lista si hubieras invertido tu dinero en otra cosa que en silicona?
—Creía que a los
hombres les gustaban los pechos grandes —dijo haciendo pucheros.
Pechos grandes o
pequeños no era tan importante como lo era lo que una mujer hacía con su
cuerpo. Le gustaban las mujeres que sabían como usar lo que tenían, que
perdieran el control en la cama. Mujeres que lo empujaran, que se movieran y se compenetraran con él. Gail estaba demasiado preocupada por su aspecto.
—Pensaba que todos los
hombres fantaseaban con pechos grandes, —continuó ella.
—No todos los hombres—.
Nick no había fantaseado con ninguna mujer hacía mucho tiempo. De hecho, no
tenía fantasías desde que era un niño y además esas ilusiones habían dado lo
mismo.
Gail envolvió sus
brazos alrededor de su cuello y se puso de puntillas.
—Parecías apreciarlos
hace un rato.
—No dije que no los
apreciara.
Ella deslizó su mano de
su pecho a su estómago.
—Entonces haz el amor
conmigo otra vez.
Él pasó los dedos
alrededor de su muñeca.
—Yo no hago el amor.
—¿Entonces qué fue lo
que hicimos hace media hora?
Él pensó en darle una
respuesta con una palabra más
gráfica, pero supuso que no apreciaría su sinceridad. Pensó en regresar a su
casa, pero ella deslizó su mano a la parte delantera de sus pantalones vaqueros
y recapacitando esperó un rato para ver lo que ella tenía en mente.
—Eso fue sexo —dijo—. Una
cosa no tiene nada que ver con la otra.
—Suenas amargado.
—¿Por qué, porque no
confundo sexo y amor?— Peter no se consideraba amargado, sólo desinteresado. Tal
y como él lo veía, no había ninguna ventaja en enamorarse. Sólo muchas
emociones y tiempo desaprovechados.
—Tal vez nunca has
amado — dijo ella presionando con la mano el botón de sus pantalones—. Tal vez
te enamores de mí.
Peter se rió entre
dientes desde lo más profundo de su pecho.
—No cuentes con eso.
Lastima que no tengo tiempo de terminar de leer el cap :/ si podes poner para que te sigan me encantaria asi despues a mi me aparece cuando entro al blog ;)
ResponderEliminarun beso
Juli♥
ME ENCANTOOO! Me muero por leer el proximo, me muero por el encuentro Laliter, me muero por accionn!!! jajajajaja
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